O, el sutil arte de vender libros

Cuando trabajaba en una librería, vino una pareja buscando un libro que fuera increíble. Querían algo experimental, que se saliera de la norma, y que tuviera una prosa maravillosa. Me acerqué a las repisas y saqué de la sección de literatura internacional una copia de Los errantes, de Olga Tokarczuk, un libro que me voló la cabeza cuando lo leí y en el que pienso aproximadamente una vez a la semana. Les expliqué de qué se trataba y les mostré, además Sobre los huesos de los muertos, de la misma autora, señalando que consideraba que era probablemente una mejor introducción a la autora. Se llevaron Los errantes, agradeciéndome mucho por las recomendaciones. Cuando se estaban yendo, se acercó otro tipo como de mi edad y me pidió si podía pasarles el libro que se habían llevado. Cuando le dije que, lamentablemente, esa era la última copia.

—En ese caso, me llevo el otro —dijo—. Es que los recomendaste con tanto entusiasmo que me llamó la atención.

Me pasó algo similar, con otro libro de Tokarczuk (Los libros de Jakob, INCREÍBLE) unos meses después. Una mujer me preguntó de qué se trataba y yo empecé, en mi habitual tono de hiperventilación y emoción a contarle que se trataba de una novela épica que seguía a un místico polaco judío del siglo XVIII que formó una secta, y que era uno de los libros más inteligentes y creativos que había leído ese año. Se lo llevó. Acto seguido, otro tipo se acercó a la caja con el libro.

—Creo que es un poco mucho para mí, pero creo que es un buen desafío. Es que lo recomendaste muy bien.

Así fue que vendí múltiples libros de Tokarczuk casi por accidente.

Ya no trabajo ahí, pero a veces pienso en mi experiencia como librera y cómo contrastaba mi forma de vender libros con la que me he encontrado en otros lugares. En librerías grandes, es fácil verlas como un supermercado, en que la gente busca lo que necesita y llega sola a la caja. Si fuera otro producto (porque los libros, aunque me duelan, son un producto comercial), los vendedores serían irrelevantes. Y a veces, cuando encuentras una librería en la que los vendedores parecen no saber nada sobre lo que tienen en las repisas, es un poco así. Normalmente vendedores así (y no quiero decirles libreros, por razones obvias) te dirigen a lo más vendido, a lo fácil. Lo que es absolutamente innecesario, si me lo preguntan a mí. La autobiografía del Príncipe Harry o el último libro de Isabel Allende se van a vender solos. Pero no se puede sostener una librería en base a vender exclusivamente lo popular, los bestsellers del momento. Lamentablemente, esa estructura en algunos negocios afecta especialmente a editoriales independientes más pequeñas y afecta negativamente a la bibliodiversidad.

Por eso, este pequeño artículo es un homenaje a los libreros. A mi amigo que me buscó un libro de poesía para que leyera, a la chica en Edimburgo que fangirleó conmigo acerca de Toni Morrison, la chica que me ayudó a buscar un regalo para mi papá. Libreros de verdad, no meros vendedores, que buscan ofrecer algo más a la experiencia de comprar un libro: una conversación, una recomendación desde lo más profundo de nuestros corazones lectores, un poquito de imaginación en este mundo que parece carecer de ella. Una buena librería es aquella en la que los dueños y quienes trabajan ahí son conscientes de que los libros son algo más que un producto que vender, que las cifras al final del día, que no hay un tamaño que sirva para todos y que es parte de su trabajo el ayudar a los lectores a descubrir nuevas posibilidades. Venderles los bestsellers del momento o los mismos libros de siempre, lo puede hacer cualquiera. La industria literaria es una mezcla curiosa de mercado y arte, se trata de una industria particularmente compleja, en la que es difícil predecir las tendencias o, incluso, qué es lo que busca una persona en particular. Una librera de verdad debería ser curiosa, estar dispuesta a aprender cosas nuevas y a salirse de su zona de confort. Personalmente, en todo mi tiempo trabajando en una librería, me costaba mucho meterme en el área de autoayuda (y en los libros esotéricos, que para mi cerebro formado en la academia, son básicamente un desperdicio de papel).

Vender libros es un arte sutil. Implica no sólo leer las palabras impresas en el papel, sino también a quiénes entran a la librería. Me tocó venderles libros a lectores ávidos, a jóvenes curiosos que buscaban reiniciarse en la lectura (solía recomendarles cuentos), a adolescentes que llegaban buscando la novela de moda, y otros que buscaban libros cabezones y serios. Y espero haberles ayudado, de una forma u otra.

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